Finalmente, el 22 de noviembre las urnas convirtieron a Mauricio Macri en el primer presidente no peronista, no radical y no militar en 85 años de historia política en Argentina. Con un escaso pero suficiente margen de 2,8 puntos porcentuales, el candidato de Cambiemos se impuso a Daniel Scioli, candidato del Frente Para la Victoria y quien aseguraba la continuidad del modelo kirchnerista en el poder.
A la mañana siguiente del balotaje, los medios oficialistas desbordaban de análisis de diverso tipo. Uno de ellos era particularmente recurrente: que el kirchnerismo había beneficiado a las «clases populares» y que ahora éstas debían prepararse para lo peor.
En una de las muchas notas de opinión publicadas, podía leerse: «Este es un momento triste para la sociedad argentina pero esencialmente para los pobres, los trabajadores y los actores populares del país».
El argumento de que el cambio de gobierno será un problema para los que menos tienen no es exclusivo del periodismo militante y los defensores del modelo. En su discurso triunfal, la propia vicepresidente electa, Gabriela Michetti, pareció admitir este punto, cuando afirmó: «Sé que probablemente haya algunos hogares, o muchos quizá, de gente humilde que esté preocupada, con sensaciones de temor».
Al parecer, en el imaginario popular el descontrolado déficit fiscal, la altísima inflación, los controles de precios, el cepo al dólar y las restricciones para importar y exportar son admisibles puesto que persiguen el noble fin de mejorar la calidad de vida de los «sectores populares».
En otras palabras, el desmanejo de las variables macroeconómicas fundamentales, a pesar de ser desastroso para la economía, es necesario para ayudar a los menos favorecidos.
El problema con esta concepción es que no resiste el menor análisis. De hecho, con una política totalmente distinta a la del populismo argentino, países como Perú, Colombia o Chile lograron reducir los niveles de pobreza de manera considerable mientras que en nuestro país sucedió todo lo contrario.
Es cierto que en el año 2003 la pobreza alcanzaba a más del 50 por ciento de la población. También es cierto que, de la mano de la recuperación económica posterior a la peor crisis de nuestra historia, ese guarismo fue reduciéndose hasta alcanzar el 25,9 por ciento en el año 2007. Sin embargo, a partir de allí, la inflación y la creciente desconfianza e incertidumbre generadas por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner hicieron imposible que esta cifra siguiera bajando.
De hecho, entre 2007 y 2014 la cantidad de pobres en el país creció en nada menos que 2 millones de personas, alcanzando hoy el 28,7 por ciento de la población según los estudios de la Universidad Católica Argentina.
Diferente es la historia de Chile, Colombia y Perú. Allí el gasto público y el déficit fiscal se mantienen controlados, lo que hace que la inflación no sea un problema y, consecuentemente, tampoco lo sea la cotización del dólar. En esos países no hay «cepos cambiarios» y todos reciben más inversión extranjera directa que nosotros. En esas latitudes, la pobreza ha venido cayendo de manera sostenida.
Los casos de Perú y Colombia son particularmente relevantes. En ambos países el porcentaje de personas en situación de pobreza cayó 1,85 puntos por año desde el año 2008. En el caso de Perú esto significó que más de 3 millones de personas salieran de la pobreza. Para Colombia la mejora fue todavía mejor: casi 5 millones de personas dejaron de ser pobres desde 2008.
Con estos números podemos armar un estimado de cuál debería ser el nivel de pobreza en Argentina si hubiésemos seguido el camino que eligieron Perú y Colombia. Si el índice de pobreza hubiese caído 1,85 puntos porcentuales por año desde 2008 como sucedió en Colombia y Perú, en 2014 el mismo se habría ubicado en 17,1%. Esto significa que habría 7,1 millones de personas pobres en lugar de las 12 millones que hay hoy.
La lección es clara: el modelo kirchnerista, lejos de haber ayudado a los sectores populares, contribuyó a crear 5 millones de pobres en los últimos 6 años.
Con los datos en la mano, dos cosas quedan claras. La primera es que la preocupación por los menos favorecidos frente a un cambio de gobierno que promete abandonar el populismo es completamente infundada. A lo sumo, la sensación debería ser de optimismo y esperanza en relación a este tema particular.
La segunda, que la realidad argentina refuerza la idea que en el último tiempo popularizó la politóloga guatemalteca Gloria Álvarez: «El populismo ama tanto a los pobres, que los multiplica».