Artículo de Mario Vidal.
El 8 de noviembre de 1931 hubo elecciones en la Argentina. Para enfrentar al candidato militar Agustín P. Justo los demócratas y socialistas se unieron en una denominada Alianza Civil, encabezada por la fórmula De la Torre- Repetto.
Sosteniendo que la Iglesia está en la República Argentina en una situación equívoca dicha agrupación política propiciaba la separación de la Iglesia y el Estado.
Tal premisa encendió la resistencia clerical, expresada a través de una pastoral colectiva de los obispos prohibiendo a los católicos votar por la Alianza.
La pastoral tuvo el acompañamiento furioso de todo el clero. Desde los púlpitos y confesionarios se anatematizaba la fórmula vetada por la Iglesia argentina.
Con el apoyo de la misma ganó el candidato conservador, general Agustín P. Justo.
Doce años más adelante, a cambio de instalar la enseñanza religiosa en las escuelas, la Iglesia apoyó el golpe militar del 4 de junio de 1943, encabezado entre otros por Perón y Farrell.
Siempre a cambio de la obligatoriedad de la enseñanza católica en las escuelas, la Iglesia volvió a participar públicamente de la campaña electoral de Perón, en los comicios de 1946.
Siempre fue así.
La jerarquía eclesiástica siempre se sentó con los poderosos en la mesa de los poderosos y llevado una vida propia de la nobleza de otros tiempos.
Pobreza cero
Un mensaje difundido por la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) habló del dolor de los pobres en la Argentina.
No tienen autoridad moral para hablar de pobreza los purpurados argentinos, tanto del pasado como del presente, porque no conocen en carne propia la pobreza.
Porque así lo manda la Constitución Nacional son funcionarios públicos que reciben del Estado argentino jugosos sueldos y privilegios de todos los colores.
La hora de la patria reclama de todos gestos de grandeza, dijeron en el citado documento, cuando el primer gesto de grandeza debería partir de ellos, renunciando a sus sueldos.
Como el que hizo, con grandeza moral, monseñor Alberto Devoto, obispo de Goya.
En la Pascua de 1966 sorprendió a todos anunciando lo siguiente: ?He renunciado al uso de los símbolos de poder y al sueldo que paga el Estado a los obispos?.
Para un episcopado argentino en el cual la fastuosidad y el privilegio son la regla, el que uno de ellos renunciara al anillo, al báculo, al título de monseñor y además al sueldo del Estado resultó francamente intolerable y hasta subversivo.
Dios es argentino
El patrón de los obispos es el Papa. Todos son designados por el Estado del Vaticano.
No es sostenible por lo tanto que siendo funcionarios de un Estado extraño, el Estado argentino (mejor dicho el pueblo argentino) les tenga que pagar el sueldo.
Según datos oficiales, la Iglesia le cuesta al conjunto de los argentinos, cualquiera sea su fe, 130 millones de pesos por año.
Esa es en la actualidad la suma que el Estado invierte anualmente para sostener económicamente al culto católico y a su colosal red de colegios confesionales.
Alguien protestó, diciendo: A los obispos debería pagarles su jefe, que es Dios. Pero como Dios es argentino les paga el Estado argentino.
Origen de una anomalía
Esto es así por algo que sucedió hace 195 años: el 21 de diciembre de 1822 el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, confiscó todas las propiedades de la Iglesia, provocando con su medida una desamortización eclesiástica.
Para compensar a la Iglesia, los constituyentes de 1853 ordenaron sostener el culto católico.
Y así es hasta hoy. Los argentinos siguen sosteniendo con sus impuestos a una institución religiosa fundada por un emperador pagano, Constantino, hace 1.693 años.
Actualmente, con un sueldo mensual que supera los 46.000 pesos y sin ser empleados del Estado los obispos ganan casi tanto como un juez de la Nación.
La Secretaría de Culto informó en su momento que se paga sueldo a unos 122 arzobispos y obispos, a 1.600 seminaristas, a 640 sacerdotes y que además reciben asistencia económica unos 437 institutos de vida consagrada.
Gozan de pasajes gratis dentro y fuera del país, no pagan impuestos, no tienen cargas sociales, y no pagan ganancias.
Tal vez sea hora de retomar aquel viejo y memorable debate sobre la separación de la Iglesia y el Estado, con vistas a que la Iglesia se mantenga a sí misma.
Si una Iglesia no puede mantenerse a sí misma es porque o no tiene fieles, o no es Iglesia.
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Fuente: Contacto Inicial 94.3.