Tokio 2020: el COI definirá en mayo si se aplazan los Juegos Olimpícos 

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En la complicada manera de comunicar sus decisiones más difíciles, el Comité Olímpico Internacional (COI) vino a informar ayer al mundo de que será muy complicado, si no imposible, que la llama olímpica arda en el pebetero del Estadio Olímpico de Tokio el próximo 24 de julio.

Después de mantener su posición, firme como una roca de no tocar los Juegos pese a la pandemia del coronavirus, el organismo presidido por Thomas Bach anunció que “abre un periodo de cuatro semanas para analizar día a día el desarrollo de la crisis sanitaria mundial y su impacto en los Juegos, incluida la posibilidad de aplazarlos”. “Una cancelación pura y dura no resolvería ningún problema ni ayudaría a nadie”, precisa el comunicado emitido tras una tarde dominical llena de rumores después de que se conociera que Bach había convocado de urgencia a su comité ejecutivo. “La cancelación no entra en nuestra agenda”.

Según diversas fuentes, la fecha preferida por el COI y el comité organizador sería en los meses de septiembre y octubre, el mismo periodo de tiempo en que se celebraron los Juegos de 1964, la anterior cita olímpica en la capital japonesa. Sin embargo, esos meses son tanto el periodo del monzón meteorológico como los meses elegidos por otras grandes competiciones internacionales que han debido aplazar su celebración. Además, no se cuenta con la seguridad de que para entonces la pandemia de coronavirus esté controlada. Retrasarlos un año, hasta julio de 2021, sería complicado porque los años impares celebran sus campeonatos mundiales el atletismo, la natación y la gimnasia, los tres principales deportes olímpicos. Dejarlos para 2022, aprovechando que el Mundial de fútbol de Qatar se disputará en diciembre y los Juegos de Invierno en enero, sería el tercer escenario previsto.

Como el capitán del Titanic, Bach ha terminado comprendiendo, días después de que todo el deporte mundial se lo dijera casi a gritos y de forma unánime, meses después de chocar con el iceberg del coronavirus, que el transatlántico de los Juegos Olímpicos, la quimera de celebrarlos, del 24 de julio al 9 de agosto, se hundía irremisiblemente.

La cita de Tokio era el único gran evento del deporte mundial que se aferraba a sus fechas pese a que la gran mayoría de sus principales protagonistas, los 11.000 deportistas de 206 países que se esperaban, podían entrenarse con normalidad, pese a que el mundo aún no sabe cómo y cuándo superará la pandemia sanitaria que ha paralizado prácticamente la vida de sus ciudades, pese a la gran recesión económica que se prevé como colofón de la crisis de salud pública.

La fecha definitiva la elegirá conjuntamente el COI con el Gobierno de Japón después de escuchar los consejos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los Juegos supondrán el desplazamiento a Japón de cientos de miles de personas, un movimiento que hace incontrolable la expansión del virus. También se ha rendido al sentido común el primer ministro japonés, Shinzo Abe, que quería mantener los Juegos en la fecha prevista como una demostración del poder de la humanidad y de su victoria contra el virus que hace vivir a las sociedades en un estado de excepción desconocido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su Gobierno, que ha invertido más de 35.000 millones de euros en instalaciones e infraestructuras para los 17 días de competición de 33 deportes, pensó que le había tocado la lotería cuando obtuvo la asignación de los Juegos al derrotar en las votaciones a Estambul y Madrid el 7 de septiembre de 2013.

El COI deberá renegociar con las televisiones (el canal Discovery, propietario de Eurosport, tiene todos los derechos para Europa) los 2.700 millones de euros en que vendió la transmisión de los Juegos, y con todos sus grandes patrocinadores. También corren peligro los 800 millones de euros que recaudará el comité organizador por la venta de entradas y son incalculables, como reconoce el COI, los problemas que generará la modificación de millones de noches de reservas hoteleras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: El País